De los que ofrendaron la vida por el prójimo.

Personas que fallecieron trabajando para controlar la epidemia de la peste bubónica en Alausí.

¿Qué debes saber?

El Cantón Alausí, por la presencia del río Chanchán, forma parte de la cuenca del Río Guayas. Desde épocas pre-hispánicas, se constituyó en el camino natural, por donde transitaron frecuentemente los aborígenes en busca de lugares que presten mejores condiciones de vida.  Se ha comprobado que este río fue el camino natural obligado por donde transitaron las culturas antiguas, haciendo de este sector, el  lugar estratégico para el paso desde la Costa hacia el Oriente y la Sierra y viceversa. En otras palabras, se constituyó en un lugar de entrada y salida de las corrientes migratorias que se movilizaban buscando mantener relaciones culturales o comerciales. Como se puede deducir, el río Chanchán, siempre fue visto como un camino natural muy importante

Esta misma percepción tuvieron quienes diseñaron la construcción de la línea del ferrocarril; pues se escogió esta ruta como la vía que uniera la Costa y la Sierra.

Lamentablemente, si bien es cierto que su construcción permitió un gran desarrollo económico de todas las zonas por donde atravesaba, no es menos cierto también que fue el vehículo más eficaz para la presencia de enfermedades infecto-contagiosas, que sumado a la precaria condición higiénica de los pueblos y al poco desarrollo de la ciencia médica; diezmaron periódicamente la población. De este flagelo, no se salvaron ni el personal médico, paramédico y religiosas, que debieron sucumbir ante el ataque de la peste negra o bubónica.

Si nos ceñimos al orden cronológico de los acontecimientos y de los personajes que formaron parte de estos hechos, necesariamente debemos remontarnos al siglo X1X; concretamente al año de mil ochocientos cuarenta y dos, cuando un dos de marzo, nace  Pedro Virgilio Fiallo Pontón, quien sería el primer médico en prestar sus servicios en Alausí. Ve la primera luz en el hogar formado por doña Felisa Pontón Jijón- hija de nuestro prócer José Antonio Pontón- y don Félix Fiallo Herrera. Realiza sus estudios en Quito, graduándose de médico,  el catorce  de enero de mil ochocientos setenta y tres, a los treinta y un  años de edad, con las máximas notas.

En el año de mil ochocientos setenta y seis, se radica en Alausí, convirtiéndose en el primer médico en ejercer está  profesión. En diciembre de ese mismo año, se dio la batalla de Galte, en donde en calidad de médico, acompañó a los ejércitos liberales, en companía de sus hermanos Víctor y Darío. Este último fue herido en plena batalla, salvándose de morir por la oportuna intervención de su hermano  Pedro Virgilio, quien procedió a sacar la bala que se había alojado en el cuello de Darío.

Pasó un buen tiempo en la ciudad de Ambato, regresando a Alausí en el año de mil ochocientos ochenta y siete, reafirmando sus dotes de profundo humanista y su lucha desinteresada por los que menos tenían. Su desinterés por las cosas materiales, era por todos reconocida, a tal punto que se permitía no cobrar por las consultas e inclusive regalaba las medicinas. En el año mil ochocientos ochenta y ocho, se casó con doña Virginia Pinos, procreando algunos hijos. Enviudó en el año de mil novecientos nueve  casándose luego con la enfermera Rosario Navarrete, cuando frisaba los setenta años.

En el año de mil novecientos diez y siendo presidente municipal el dr. Isaac Álvarez, el municipio le nombra médico; más como la institución no disponía del recurso económico necesario, acepta tal designación con  el sueldo mensual de cincuenta sucres, cuando en el presupuesto constaba nominativamente doscientos cincuenta. Eran tiempos en verdad muy difíciles. Su primera acción fue alertar a las autoridades sobre la presencia de la temida peste negra en el anejo de Nizag, sugiriendo se adquiera la cantidad suficiente de linfa y suero para poder combatir esta enfermedad. En igual forma recomendó que el Comisario Municipal, realice visitas domiciliarias, con la finalidad de controlar el aspecto sanitario de las viviendas.

En este mismo año, se encontraba acantonado en esta plaza el regimiento de artillería No.1 “Bolívar”. El Comandante Pasquel, había enviado un oficio al municipio, manifestando su preocupación por la presencia de la fiebre tifoidea en la cabecera cantonal, a la vez que se permitía solicitar arbitren las medidas de salubridad más aconsejadas y así evitar una epidemia. Desde luego este pedido lo formulaba en salvaguardia de los hombres que estaban bajo su responsabilidad.

Inmediatamente se dispuso que el dr. Fiallo, con el pequeño personal de sanidad y en companía del Comisario Municipal y sus hombres, emprendieran una agresiva campaña sanitaria, como medida preventiva y evitar se propague este mal.

El dr. Fiallo, tenía como costumbre visitar en la parroquia de Sibambe a doña Manuela Antonia Gavilanes y sus hermanas, con quienes guardó una estrecha amistad, que incluso se permitió enseñarles algunos conocimientos de  medicina, lo que en el futuro les valió cosechar un gran prestigio, a tal punto que los comerciantes que utilizaban la ruta del Chimbo hacia Sibambe, se convirtieron  en los clientes más asiduos para curar sus dolencias. Generalmente las personas que utilizaban esta ruta, llegaban contagiados de muchas enfermedades como ser: tifoidea, cólera, etc. Estas señoras, aprendieron el arte de curar estas dolencias y su fama se extendió por toda la zona.

El dr. Pedro Virgilio Fiallo, vivió en la casa de sus hermanas, situada en las calles Bolívar y Esteban de Orozco. Era bermejo, de ojos azules. Hasta la ancianidad sirvió a sus semejantes y fue justamente que al atender a uno de sus pacientes, fue contagiado por el terrible mal, muriendo un veintidós de agosto de mil novecientos quince a la edad de setenta y tres años , convirtiéndose así en el primer médico en ofrendar la vida por sus semejantes.

Los personeros municipales que sucedieron a esta etapa de epidemias, orientaron sus acciones a mejorar las condiciones de salubridad de sus habitantes. Si revisamos cuidadosamente las ordenanzas presupuestarias de las décadas de mil novecientos veinte y de mil novecientos treinta, se puede deducir que la mayor cantidad de recursos económicos se invirtieron en obras de agua entubada y en la iniciación de un incipiente alcantarillado. Hasta ese entonces los desechos orgánicos eran conducidos a través de acequias y por la mitad de las calles, aprovechando la oscuridad de la noche, se tenía la costumbre de arrojar estos desperdicios y así evitar las consabidas críticas. La basura era recogida valiéndose de una carreta, la cual era tirada por caballos o mulares. Generalmente para este servicio, el Municipio procedía a firmar contratos individuales con personas particulares. Al final del tiempo contratado, se evaluaba la calidad de servicio.  De convenir a los intereses municipales, se renovaba el contrato.

Como testimonio de la manera como se realizaba la recolección de la basura, me permito transcribir una de las propuestas que se acostumbraba hacer en aquellos tiempos:

“Manuel Lara, se compromete con su carreta halada por un caballo, atender el aseo público de la población de Alausí, por las calles que pueda transitar la carreta, todos los días de siete hasta las once de la mañana.

Gonzol, fue otra de las parroquias atacadas despiadadamente. Ante estos acontecimientos, se declaró a todos estos  sectores en emergencia sanitaria. Brigadas para combatir la epidemia habían llegado de Riobamba y Guayaquil. La orden era terminante; todos debían aunar esfuerzos y controlar la situación a cualquier precio.  

En ese año de mil novecientos treinta y ocho, cumplía las funciones de médico municipal el Dr. Miguel Dávila Palomeque, joven profesional que se había incorporado hace pocos años a esta noble tarea.   De la capital provincial, había llegado un buen número de brigadistas.  A la cabeza el Dr. Alfonso Villagómez, dos enfermeras, una religiosa  y cinco miembros más que constituían personal de apoyo.  A este grupo se sumó otro, llegado desde la ciudad de Guayaquil; un total de ocho personas bajo la dirección del “Mono  Bravo”personaje éste que se  había granjeado la antipatía de la ciudadanía; pues si bien cumplía a cabalidad con su tarea de exterminar a las ratas y ratones; extendió su acción para acabar con toda clase de animales domésticos: perros, gatos, incluyendo cerdos,  a quienes tenían la costumbre de  soltarlos libremente y que deambulen por  calles y plazas.  Esto irritaba su carácter y sin ninguna contemplación y provisto de una lanza, procedía al sacrificio de los  animales, incluyendo los cerdos callejeros. 

Esta actitud le acarreó un sinnúmero de problemas; pero sirvió para que los citadinos tuvieran más control sobre sus animales y sobre todo  que se guarde normas de respeto e higiene.

Se entregó a los hogares trampas en forma de celdillas; con la finalidad de proceder a atrapar las ratas.  Se capacitó a las personas  para que no maten a estos animales; sino más bien entreguen la trampa con el animal vivo; se había llegado a comprobar que uno de los más efectivos medios de contagio, era la pulga.  Cuando moría la rata, se veía obligada a abandonar su cuerpo, convirtiéndose los animales domésticos en el mejor lugar para seguir  con su acción contaminante.  Incluso se llegó a poner un valor monetario como recompensa, por cada rata capturada,  viva. 

Eran tiempos difíciles, tener que luchar contra esta temible enfermedad.  A los infectados se los aislaba en el Lazareto. Casa hospitalaria de gobierno, que en precarias condiciones estaba bajo la dirección del servicio de Sanidad Nacional.

A los infectados,  se los sometía a un periodo de observación. Los síntomas  casi siempre comenzaban con  escalofrío, vómito, fiebre alta que algunos incluso llegaban a delirar, convulsiones, la lengua sucia, sed excesiva, diarreas con fetidez extrema. Los enfermos casi siempre exhalaban un olor desagradable.  Todos los objetos que tocaban o estaban en la misma habitación, contraían ese olor que solo desaparecía lavándose con agua hervida o exponiéndose  largo tiempo al sol.  La mortalidad llegaba al setenta y ochenta por ciento; rara vez menos del sesenta por ciento.  Si se lograba pasar la etapa crítica, la convalecencia comenzaba del sexto al décimo día, aunque algunas veces solía ser más larga, por la supuración  de los bubones. Generalmente las prendas que eran utilizadas por los enfermos, se recomendaba quemarlas, sobre todo si éstos habían muerto. Se utilizaba el azufre como desinfectante  y la quinina en altas dosis.

El personal sanitario de Alausí, conjuntamente con los de Riobamba y Guayaquil, se reunieron y procedieron a la elaboración de un plan emergente para así combatir la epidemia.  El grupo de Riobamba, al mando del dr. Alfonso Villagómez, por tener más experiencia en el combate de esta enfermedad, se desplazó hacía el sector de Bayanag, y que había sido considerado de máxima gravedad.  El personal de Alausí, fue asignado para la parroquia de Gonzol.  Finalmente los que vinieron de Guayaquil,  se dispuso  atendieran los casos presentados en la matriz.

Esfuerzos sobrehumanos, tenacidad y sacrificio debieron desplegar desde el inicio mismo de su lucha por detener el avance de la epidemia.  Las medidas  sanitarias puestas en práctica, poco a poco iban dando sus resultados.

 El personal que se había comprometido con esta tarea, tenía por costumbre reunirse los fines de semana en Alausí, con la finalidad de hacer un seguimiento y una evaluación; así como planificar las acciones que debían seguir implementándose.

En Alausí, mientras tanto, el único centro sanitario, era el Lazareto, que lo habían  construido en el barrio; Mullinquís, en las afueras de la ciudad.

Cumplía las funciones de jefe provincial de sanidad, don Horacio Silva,   quien preocupado por esta situación y  ante el escaso presupuesto, no le quedó otro recurso que recurrir a la Municipalidad, con la finalidad de que se destinen partidas extrapresupuestarias y  así lograr un mejor resultado en el control de la peste.

La estrechez del edificio- apenas contaba con diez cuartos- el hacinamiento de los enfermos, la  falta del recurso económico para su atención, configuraban una situación desesperante.  Muchos enfermos, tuvieron la suerte de ser inicialmente recibidos y luego enviados en ferrocarril a los Lazaretos de Huigra y Guayaquil.  Otros en cambio no corrieron la misma suerte, frente a la puerta del Lazareto, fallecían  ante la impotencia del personal sanitario.

La población de Alausí, alarmada por lo que sucedía y ante el peligro de un contagio masivo, tomó la decisión de prohibir a quienes morían en el Lazareto, que sean enterrados en el cementerio municipal, y que era en ese tiempo administrado por la Iglesia.

Con la finalidad de poner en práctica esta disposición y así evitar que los cadáveres de los infectados ingresen al pueblo, se tomó como alternativa, habilitar un sector cercano a este centro hospitalario y destinar para que en él, se entierren a los muertos infectados.  Se escogió la loma de Mullinquís, como el sitio ideal para este cementerio emergente.  Había ocasiones en que los familiares, se desentendían con  los enfermos y lo más doloroso, no eran capaces de retirar sus cadáveres.  En este caso se procedía a su incineración, junto a enseres y otras pertenencias. 

En una de las reuniones semanales, el dr. Villagómez, comenzó a sentir pequeños dolores de cabeza.  Como médico,  había observado todos los procedimientos preventivos para evitar el  contagio; así que desestimó esta posibilidad, pensando que debía ser por el excesivo trabajo al que había estado sometido las últimas semanas.  Fue una percepción equivocada y que definitivamente, le fue fatal.  Su colega dr. Porfirio Barragán entre serio y en broma le había manifestado “ estás afectado de la bubónica”.   Los dolores no calmaban, al contrario, la situación se iba agravando.  Decidieron trasladarlo a la ciudad de Riobamba.  Todo fue tarde, la enfermedad había infectado su cuerpo, falleciendo víctima del deber.  Lamentablemente no fue el único, la misma suerte corrieron dos miembros del personal sanitario  y una religiosa.

Desde luego del dr. Villagómez, había sido muy apreciado y considerado dentro de la ciudadanía, tanto por su sensibilidad humana como por su prestigio personal.  La ciudad de Riobamba en un justo homenaje designó con su nombre a uno de los principales centros hospitalarios de la urbe.

Otro de los médicos, víctima también de este feroz contagio fue el dr. Miguel Dávila  Palomeque, quien había sido nombrado médico municipal en el año mil novecientos treinta y seis.  Fue el médico más joven que había llegado a ostentar este cargo.  Desde muy pequeño se inclinó por esta profesión.  Su señora madre doña Victoria Palomeque  vda. de Dávila, era dueña de la farmacia “La Salud”, es decir su vida se desarrollaba bajo la influencia de la medicina.

Había contraído nupcias con doña Francisca  Ullauri, y de aquella unión nació una niñita a quien bautizaron  con el nombre de su madre.

En este panorama de felicidad, con un futuro lleno de esperanzas, partió hacia la parroquia de Gonzol a cumplir con su deber, sin sospechar siquiera que el traicionero mal, le acechaba a sus espaldas. Efectivamente fue atacado por el terrible virus. En este caso fue su amigo y colega dr. Francisco Marchán, quien le persuadió que debía ser tratado de urgencia, por sospechar su infección.  El lugar más aconsejado para su tratamiento, era Guayaquil. El haberse graduado de profesionales en esa ciudad, abrigaba la esperanza de una posible curación.

Había que obrar con rapidez; el único medio de transporte era el  ferrocarril. Esperar que pasara el tren normal, agravaría su situación. Se consiguió un autocarril especial, más concretamente el signado con el número ochenta y dos, para que expresamente traslade al dr. Dávila hacia Guayaquil.  Aparte de su familia, le acompañó como médico de cabecera el dr. Marchán.  Llegaron al puerto un quince de diciembre de mil novecientos treinta y ocho a las dos y cuarenta de la tarde.

Compañeros de promoción, algunos profesores, todos, hicieron los esfuerzos para tratar de salvar su vida; nada se pudo hacer.  Estaba escrito que sería otro de los mártires  que entregaba su vida  por defender la salud de sus semejantes.

La noticia de su muerte provocó una gran pena en los círculos sociales y profesionales de Alausí y Guayaquil, lugar  donde había ganado con sobrados méritos el aprecio y respeto por sus extraordinarios dotes personales.

La Revista Municipal, número setenta y seis del veintiocho  de diciembre de mil novecientos treinta y ocho, órgano de difusión que recogía los principales acontecimientos del vivir cantonal, editó un número especial en memoria de este abnegado profesional, cuya fotografía adorna la primera página. En las páginas interiores, se transcriben los discursos de las distintas instituciones a las que en vida perteneció este médico; como también aparece el acuerdo de condolencia suscrito por el Ilustre Concejo Cantonal. Este acuerdo servirá, como veremos más adelante, para entablar a la Corporación un juicio de trabajo.

La Ilustre Municipalidad,  designó al señor Carlos R. Cuesta, concejal, para que a nombre de la corporación intervenga en este triste episodio. He aquí lo más sobresaliente de su discurso.

Señores:

Nada hay comparable con este momento en el que todos revelamos en nuestros semblantes el profundo dolor que anida en nuestras almas, por la sensible y prematura desaparición del que fue  sr. doctor Miguel Dávila, distinguido ciudadano, ejemplar esposo y cariñoso hijo, cualidades éstas, que jamás serán llenadas en el profundo vacío que deja junto a los suyos.

La parca segó para siempre su existencia, tronchando despiadadamente su juventud y las innumerables prácticas de caridad, su mano pródiga en dar salud a todos cuantos necesitaban de su inteligente y solícita atención de ilustre galeno. Por eso que Alausí entero se enluta hoy, llorando la pérdida de uno de sus mejores hijos.

Leal amigo: perdonad que hasta aquí perturbe tu sueño eterno,  sólo quiero expresar mi dolor y decirte que estas lágrimas muy sentidas que brotan de mis ojos, servirán de rocío para que permanezcan frescas las rosas del recuerdo, que siempre adornarán esta tumba fría. Te fuiste para siempre de nuestro lado, dejándonos sumidos en íntima tristeza, más nuestro corazón se queda contigo y a nuestro espíritu acompañarán las cariñosas remembranzas de tu memoria.

Y tu recuerdo es el que hace que vengamos hasta aquí, para ofrecerte las siemprevivas de nuestra gratitud, ya que en el fugaz momento de tu existencia y tu efímero paso por la tierra, habías sido para el dolor del amigo el aliciente más sincero, y para el sufrimiento de la humanidad  menesterosa, el caritativo bálsamo del consuelo.

¿Por qué no evocar tus memorias?. Si el alma misma, transida de amargo dolor por sentirse lejos del amigo, quiere ofrendarte, en tu última morada, un beso más en tu serena frente




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