Doña Filomena, fiel creyente de las almas

Una mágica historia de devoción de la señorita Filomena Clavijo que cuentan los pobladores de Achupallas en Alausí provincia de Chimborazo.

¿Qué debes saber?

Cuentan que en la población de Achupallas, al inicio del siglo XX, vivía la señorita Filomena Clavijo, una mujer común y corriente que será desde luego la protagonista de los hechos que se narran a continuación. 

En aquellos tiempos, Achupallas, al igual que la mayor parte de los pueblos serranos  por estar a una altura de los tres mil metros sobre el nivel del mar, era una población de casas de adobe con cubierta de teja para así protegerse del intenso frío, en particular durante las noches.

Sus calles polvorientas, angostas y sinuosas permitían el tranquilo caminar de sus habitantes; paredes grisáceas aunque de cuando en cuando eran blanqueadas con cal, para bien presentarlas en las fiestas Sanjuaninas o de fin de año. Estrechas ventanas por donde apenas penetraba la luz del día. La mayor parte de las viviendas contaban con un amplio patio que en muchos casos servía como pesebreras para proteger a los animales de posibles robos. Muchas de estas casas disponían de amplios corredores construidos con pilares de madera.

Por las noches colocaban estratégicamente en la parte principal de la casa, candiles con cebo extraídos de las ovejas, animales que abundan en ese sector, permanecían encendidos hasta cerca de las ocho de la noche, hora en la cual los niños y mayores  se refugiaban en sus hogares.

Achupallas, siempre ha sido un pueblo profundamente creyente y  católico a tal punto que la historia nos relata la presencia del Padre Juan de Velasco, durante  la Colonia, cuando ofició misa en los restos de lo que fue un imponente tambo incaico. Tal era la devoción de este pueblo  que entre muchas otras costumbres, durante el día de difuntos salía el “animero”. Era una persona devota de las almas, quien iba al cementerio a rezar y luego revestido de una túnica blanca, llevando una calavera, un Cristo y una campanilla, bajaba gritando para que el pueblo rece a las almitas. Durante las festividades de los finados, las personas tenían como costumbre, pasar durante la noche jugando al boliche, los naipes y muchos se dedicaban a hacer pan y preparar la colada morada.

 Mientras recorría el “animero” las calles del pueblo, unos lo recibían con curiosidad, otros con sumo respeto e  iban acompañándolo en su peregrinaje. Las funciones de animero lo desempeñaba generalmente el maestro de capilla y se consideraba una distinción y un gran honor esta tarea, a tal punto que generación tras generación se disputaban el privilegio por cumplir con esta tarea. Uno de los animeros a quien más se lo recuerda con profundo respeto es, don Leví Vélez; otro fue don Joaquín Vélez, cuya descendencia vive hasta  la actualidad en la parroquia. 

En una de estas casas vivía la señorita Filomena con su familia, sus padres y cinco hermanos que habían llegando procedentes del Sur, más concretamente de Cuenca, a afincarse en esta parroquia. Desde muy joven se distinguió por su predisposición para el servicio del Señor y de las almas benditas. Su familia como todas de la región, se dedicaban a las tareas del campo, desde luego, un trabajo nada fácil. Filomena, con mucha paciencia y obediencia era la encargada de transportar diariamente la leña para cocinar los alimentos y la hierba para los animales.

Cuenta doña Rosa, madre de don Emilio Luna y con quien Filomena, guardará estrecha relación de amistad, le había confiado un secreto  que pidió no sea divulgado. Le contó que mientras estaba en el potrero recogiendo hierba, se presentó la Virgen María diciéndole: “No tengas miedo Filomena,  yo te voy a cuidar. Yo te amparo, yo te protejo, sigue con tu vida al servicio del Señor”.

Filomena,  tenía la costumbre de ir a rezar al cementerio por las noches, durante todo el mes de noviembre, por  ser muy devota de las almas de los difuntos. En una de esas noches mientras estaba dedicada a sus rezos, seis individuos de pésimos antecedentes ingresaron al campo santo con la finalidad de disfrazarse y así poder ir a cometer sus fechorías, sin peligro que puedan ser identificados. Se sorprendieron al encontrar a la señorita concentrada en sus rezos. Viéndose descubiertos, la amenazaron con machete y le dijeron que si los denunciaba, la matarían. Llena de temor, optó por abandonar precipitadamente el lugar, dirigiéndose a su casa. Ya más calmada y ante el temor que representaba volver nuevamente al cementerio, creyó conveniente sacar uno de los cráneos sepultados, llevarlo a su cuarto y ubicarlo en la cabecera de su cama. Pero corría un gran riesgo; pues siendo una familia numerosa, el hecho de tener la calavera en su habitación, podía ser motivo para  burlas y bromas de mal gusto. Así que mejor optó por construir en la parte posterior del patio, un chozón de esos que sirven para proteger a los animales. Con toda paciencia arregló esmeradamente esta improvisada habitación, ubicando en un rincón a su amiga: la calavera.

Todas las noches cumplía religiosamente  con su ritual, debiendo tener mucho cuidado para no ser descubierta.  Así fueron pasando los días, semanas y meses, doña Filomena se entregaba con toda devoción a rezar por la salvación de las almas benditas.

Las familias en esos tiempos tenían la costumbre de celebrar muy animadamente toda clase de  festividades, Navidad, Año Nuevo, Carnaval, Finados, Semana Santa, eran esperados con mucha alegría.  En estos sectores generalmente se sacrificaban todas clase de animales domésticos, donde no podía faltar  el tradicional chancho, que previamente había sido alimentado a lo largo de todo un año, hasta cuando llegue el día de su sacrificio.

Desde el amanecer toda  la familia: viejos, jóvenes,  niños, se disponían a disfrutar de este acontecimiento. La dueña de casa, diestra en las labores culinarias, disponía los platos típicos y repartía cariñosamente a todos los miembros de la familia. Sus hijos eran los preferidos. Cogieron sus respectivas raciones que eran desde luego muy  abundantes, a tal punto que se hacía imposible consumir en ese mismo rato, por lo cual buena parte era guardada para posteriormente y cuando el hambre llegue a sus estómagos, tener la oportunidad de servirse estos alimentos.

Los hermanos se percataron que Filomena, apenas había ingerido alguna fritura y sin que ella se diera cuenta, la siguieron para mirar donde iba a guardar lo sobrante. Se dirigió al chozón y ahí permaneció poco tiempo, saliendo del mismo y alejándose del lugar. La oportunidad se presentaba propicia, así que furtivamente ingresaron a la humilde choza, un lugar  oscuro; la visibilidad era poca, pero buscaban a tientas por allí y por acá, hasta cuando dieron con un objeto redondo que presumieron se trataba de una olla de barro. Lugar donde creyeron había guardado lo sobrante de las frituras.

Con  la alegría propia de haber encontrado el alimento,  salieron con la supuesta olla, pero cuando a la luz del día pudieron percatarse asombrados que se trataba de una calavera.  Su sorpresa fue mayúscula a tal punto que resolvieron avisar a su padre lo que les había ocurrido. Desde luego los chicos llenos de temor,  habían arrojado la calavera al interior del chozón.

Su padre montó en cólera ante la noticia, un hombre irascible y sin ningún control, arremetió contra su hija  y sin mayores explicaciones le propinó una tremenda paliza que incluso la hizo perder el conocimiento. Fue en busca del motivo de su ira y efectivamente encontró la calavera. Sin ningún respeto ni temor, la cogió y a la manera del mejor futbolista de esta comarca, le dio un furibundo puntapié, haciendo rodar al infeliz cráneo, por las laderas de un sitio conocido con el nombre de “ Manzano,” fue dando botes y más botes, golpeándose con arbustos y piedras hasta que al fin se detuvo en la profundidad de la quebrada. Presintiendo lo que iba a ocurrir doña Filomena había seguido a su padre para ser testiga de lo que le pudiera ocurrir a su inseparable amiga. Al observar el desenlace de este episodio, la pobre chica lloraba desconsolamente, más por la agresión y el maltrato a la calavera, que por la paliza recibida.

Llegó la noche, todos comentaban a su manera.  El pueblo entero no se cansaba de murmurar. Mientras tanto la pobre Filomena, ya no tenía a quien brindar sus oraciones y  mejor se retiró a su cuarto, para tratar de conciliar el sueño. Se pasó en vela y lo único que hacía era llorar desconsoladamente.

Hacia la media noche se sobresaltó, al oír unos gritos desgarradores, verdaderos alaridos de terror.  Todos en la casa se despertaron, era la voz de su padre angustiado. Pedía auxilio, que le favorezcan y se apiaden de él.  

Habían llegado a su alcoba, sus hijos varones, quienes encontraron a su padre totalmente enloquecido y lanzaba espuma por la boca. La calavera sin ninguna explicación lógica, había ingresado al cuarto de este infeliz hombre; abriendo su dentuda mandíbula  agarrando fuertemente una de sus rodillas. Sus hijos desesperados hacían todos los esfuerzos para desprender del mordisco, no consiguiendo su objetivo. Llegó Filomena, todavía afectada del espectáculo que había vivido esa tarde. Con su caracterizada santidad, se acercó a la calavera, la acarició tiernamente y sin ningún esfuerzo la recogió, librando a su padre de este terrible tormento.

Si ustedes desean confirmar lo relatado, esta calavera se conserva hasta hoy en el templo de Achupallas.

Doña Filomena, murió en la ancianidad,  su vida estuvo dedicada a rezar por las almas de los fieles difuntos.




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