Los toros de pueblo en Quito

La tradición de los toros de pueblo en Quito se remonta al siglo XV, con técnicas de manejo del ganado bravo. Los montadores despiertan admiración, pero no hay trajes lujosos ni espadas; es una festividad arraigada en la cultura popular quiteña.

¿Qué debes saber?

  • Surgió a finales del siglo XV, cuando los indígenas aprendieron a manejar el ganado bravo introducido por los españoles en los páramos de Quito.
  • Los "montadores" son el centro de la festividad, desafiando al toro sin trajes lujosos ni armas, pero con valentía y destreza.
  • A diferencia de las corridas españolas como la Feria de Jesús del Gran Poder en la ciudad de Quito, esta festividad se centra en la participación comunitaria y el entretenimiento popular, sin sacrificar al toro.
  • A pesar de influencias externas y propuestas de prohibición, la tradición ha resistido manteniendo su esencia y arraigo en la cultura local.
  • Los toros de pueblo son un evento central en las festividades de parroquias rurales del Distrito, reflejando la identidad y la vitalidad cultural de Quito.

Él es ‘el montador’. Su misión: subir al lomo del toro agarrándose únicamente del braguero (especie de soga que rodea el pecho del animal) y sostenerse con los pies del estómago del astado para no caer. Nunca viste de luces ni lleva un estoque (arma similar a una espada con la que matan al toro en las corridas), pero cuando ingresa a la plaza, la gente lo ovaciona. Gabriel Yánez, de 22 años, forma parte del encanto de los toros de pueblo en el Distrito.

Esta tradicional fiesta, según Humberto Jácome, historiador y aficionado taurino, nació a finales del siglo XV, cuando los indígenas aprendían a manejar el ganado bravo que los españoles introdujeron en nuestras tierras. “En los páramos, rodeados de estos grandes animales, los indígenas aprendieron a sortear las embestidas de un lado a otro; se volvieron expertos. Ese fue el toreo primitivo”, asegura Jácome.

Yánez, con pinta de un vaquero estadounidense (botas de cuero, jean oscuro, camisa a cuadros y un sombrero), cuenta que desde hace cinco años se dedica a “alegrar la vida del pueblo”, montado en un toro. El joven no gana un centavo por hacerlo, pero en ese tiempo se ha metido al bolsillo miles de aplausos, besos volados, cientos de amigos e increíbles historias que contar.

En esta fiesta popular el espectáculo no lo brinda el torero de paso elegante, de traje de luces y sonrisa coqueta que arranca gritos entre las mujeres.

En el pueblo, la fiesta la protagonizan los ‘montadores’, que tratan de aferrase al toro para que no los bote; los payasos, que dan trampolines para no dejarse embestir por el toro; los enanitos, que con enormes capas corren por la plaza y provocan carcajadas. Los espectadores, fanáticos taurinos, sentados casi siempre en bancas de tabla, también corean un “oooooole”, y alzan los pañuelos cuando el torero (algún valiente que se atreve a ir al ruedo) no huye a toda carrera ni es derribado.

 “Aquí lo taurino comenzó con lo popular. Pero con el paso de los años, la fiesta empezó a cambiar y a adquirir los cánones de la tauromaquia española que caracterizan actualmente a la fiesta brava”, explica Jácome. “La primera corrida al estilo español fue en 1898”. Pero el pueblo prefirió mantener la celebración original, que a diferencia de las corridas españolas, no termina con la muerte del animal.

Probablemente por eso, Yánez y sus compañeros payasos, acróbatas, artistas y toreros voluntarios (quienes, llevados por el organizador, entran al ruedo en caso de que los espectadores no se animen) no se preocuparon cuando en mayo del 2011 la posible prohibición a las corridas de toros causó conmoción. Tampoco hace una semana, cuando Citotusa anunció que no se realizará la Feria de Quito Jesús del Gran Poder.

La fiesta taurina, para los amantes de los toros populares, se vive desde un graderío desmontable, que tarda ocho días en ser levantado, junto al hombre que vende sombreros vaqueros, a la señora del mote, a los carruseles o gusanitos, a los futbolines y a los comerciantes que venden los látigos de cabestro afuera de la plaza.

Yánez no tiene un diploma ni un título que certifique que puede montar un toro. Esa licencia se la han dado la práctica y las cientos de veces que ha caído de espaldas, de rostro, de lado, de cabeza... “Solo me tengo que poner en contacto con los organizadores de las ferias, como don Roy”, asegura el joven. Rodrigo Beltrán, conocido como ‘Roy’, se dedica desde hace 15 años a organizar corridas de toros de pueblo en Quito. Sentado en la sala de su casa, en la parroquia Alangasí, cuenta que desde niño admira a los toros.

Tenía 6 años cuando en la provincia de Bolívar vio que su padre entró a la plaza 15 de Mayo, con su sombrero y su capa. “Fue magia”, dice, y asegura que ese momento supo que las corridas eran lo suyo. “No hay fiesta sin toros”, repite con insistencia el hombre de 60 años.

Cuenta con elocuencia que ha realizado corridas en las parroquias y barrios de Quito como Guamaní, Los Cóndores, Ciudadela Ibarra, Cangagua, Nayón, Zámbiza, Calderón, Llano Chico, La Ferroviaria y Solanda. No lo hace por dinero, asegura. Sostiene que hay veces que un aguacero evita que la gente vaya a la plaza y no logra recuperar los aproximadamente USD 3500 que invierte en cada evento. La entrada cuesta USD 3. Acuden entre 100 y 500 personas por día.

Las paredes de la sala de su casa están forradas de pósteres de eventos que ha realizado, imágenes de toros, agradecimientos y colchas. Sobre una mesa hay seis trofeos que su familia ganó cuando participaron en algún evento.

 “Estos son solo una muestra, nuestro compañero Darío Morales tiene más de 150 trofeos por haber participado en las corridas”. Según Jácome, los toros son el más antiguo entretenimiento en la ciudad y en las comunidades indígenas. Todos los acontecimientos importantes –añade– se festejaban con toros.

 “Para que tenga una idea, a partir del siglo XVII, los fines de semana había misa con sermón, procesión, toros y fandango, es decir farra. Los lugares destinados para las corridas eran sitios espaciosos. El pueblo llegaba con pasión, se sentaba en los tablados y llevaba comida y trago para presenciar las corridas”. Él cita a ganaderos de toros bravos, por allá en el año de 1 600: Luis de la Cueva, Bartolomé Méndez y Francisco de Paredes.

Desde que la plaza abre sus puertas, asegura Rodrigo Beltrán, hasta que el último toro es soltado para que sea lidiado por los presentes, la adrenalina, la euforia, las risas y los gritos se adueñan del lugar. Yánez asiente.

 “Nadie puede entender lo que se siente, sino hasta que lo vive. Una vez estuve a punto de perder la pierna”, asegura el muchacho y cuenta cómo el año pasado, en Cayambe, un toro de unos 180 kilos lo arrojó al suelo, lo embistió en la pierna y le hizo volar. Dos meses después volvió a pararse frente a un toro y a montarlo.




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