Yahuarcocha en tu memoria

Yahuarcocha significa ´lago de sangre´. Cuenta la leyenda que una sangrienta batalla entre los Caranquis y los Incas tuvo lugar en sus orillas y la laguna se tiñó de sangre, de ala su nombre.

En aquellos tiempos todo era más lejos, todo era más lento. Montar un viaje a Ibarra era como ahora emprender hacia Loja. Mi padre tenía su ritual, que empezaba por llevar la camioneta al taller del barrio, pan obtener el "dele nomás" del riguroso maestro Gato. También, debíamos acostarnos tempranito en la noche previa y madrugar, cinco en punto, a cargar su inolvidable Mazda 1000 celeste, una maquinita silenciosa que luego nos llevaría, incluso, a conocer el mar. ¡A él y a mí!

Ecuador, por carreteras, tenía unos apretados caminos; algunos apenas pavimentados y otros de tierra y lastre, generosos en huecos y polvaredas, tal cual los retratara el gran fotógrafo y cineasta sueco Rolf Blomberg, en sus memorables aventuras en blanco y negro. Para papá, volver a Imbabura era visitar su memoria, bucear su primer paisaje. Y claro, parar en una chacra a comer choclitos, de la tierra al paladar, y hacer una siesta mirando las nubes transformase en el cielo.

Sin proponérselo, papá iba sembrando en mi un indestructible amor hacia la tierra nuestra. El sol asomaba a eso de las seis de la mañana: el milagro de mirar las siluetas de las montañas recortarse en el telón del cielo era todo un suceso estético, al que mi viejo añadía clases de Geografía Patria. "Ese es el lago San Pablo; atrás, el Taita Imbabura", enseñaba tras parar en Cayambe a desayunar bizcochos con quesito de hoja, en unas cafeterías aledañas al parque central, donde abundaban indígenas deformados por los efectos del bocio.

Es el Ecuador setentero, primer gran boom petrolero. Y el motivo de la excursión fue otro suceso que aún asfixia mi corazón: asistir a las carreras de autos en Yahuarcocha, un modesto autódromo al que se arribaba tras pasar Ibarra y sortear las eternas vueltas de Otón, un delgadito camino lastrado y culebrero, donde había a que rogar no toparse con otra camioneta en sentido contrario.

Madera, Merello, Ortega: Monstruos en el asfalto

En aquel entonces, la tele era en blanco y negro y mi héroe, justamente, un intrépido piloto de carreras: el joven Meteoro a bordo de su poderoso Max 5, un coche que —literal— incluso podía volar y a quien emulaba al pedal de mi primitiva bicicleta ATU. Ibarra, la ciudad a la que siempre se vuelve, tenía el Hotel Turismo —en pleno centro— y también los helados de paila de doña Rosalía Suárez; en el mercado se compraba todo colombiano, incluso, unas inolvidables pelotitas de caucho, decoradas con números y letras.

Papá ubicaba la camioneta en una lomita que daba a la célebre "curva de la paloma", complicada prueba a la pericia y el valor de los memorables pilotos que se volvieron leyendas: Palito Ortega y su Porsche 908, Fausto Merello en un Ferrari 250 ML, el fabuloso y enorme Camaro Z-28 del guayaquileño Michel Vignolo, entre otros reyes, que devoraron los 10 kilómetros del circuito de esos años.

La carrera culminante en la historia del automovilismo fue la 12 Horas Marlboro

La carrera culminante e insuperable en la historia del automovilismo local fue la 12 Horas Marlboro, que inició a media noche y dio un espectáculo con el fuego de los motores a 220 kilómetros por hora, cambiando de tercera a cuarta marcha, el olor a gasolina quemada y las luces largas que, como rayos de algún dios noctámbulo, aparecían y desaparecían tragados en la negrura de la noche. Fue un 26 de septiembre de 1971, tenía ocho años y un perrito llamado Kalimán.

Surgía con fuerza el Club de Automovilismo y Turismo de Imbabura (CATI), promotor no solo de las carreras, sino también de la industria viajera en la bella Imbabura: en esta tierra de lagos y nogadas, de arrope de mora, dulces de guayaba, choclos tiernos y empanadas de morocho, de bella música andina y los remotos pueblos del Chota; turismo y autos crecieron juntos. Las familias iban a aplaudir a autos y pilotos. Se ponía en escena todo el glamur de la movida de la zona de pits, un ronco locutor narraba los sucesos con emoción y la voz quebrada; hermosas modelos provocaban inéditas sensaciones. Y, para la foto, valientes corredores levantaban trofeos y niños besaban chicas, dedicaban sus triunfos, lanzaban champaña. ¡Wow!

Pasaron cuatro décadas: ningún gobierno reparó en el notorio efecto que tendría, para el turismo local y extranjero, recuperar y potenciar el actual circuito, pequeñito y atractivo. Las carreras de Yahuarcocha llegaron a convocar a más de 30 000 fanáticos, que copábamos hoteles o debutábamos en improvisadas áreas de camping.

Por ello, jamás olvido la fascinación y la bondad de mi padre por llevarme a las carreras, a sentir unas primeras indestructibles versiones de plenitud en nuestras vidas sencillas. Algún día soñé en ser Meteoro y volverme loco asentando contra el piso el acelerador de un Ferrari, besando a las chicas Marlboro, saliendo en las fotos.

Nada que ver. Y como si en mi cara arrancara el trueno de un Camaro Z-28, apenas queda la nostalgia, el excitante olor a gasolina quemada, las locas luces cortando el manto de mi noche. Y esa sentencia de mi taita: "vive el día, hijo". Goza, vive y muere ahora, de una vez y para siempre. Ni yo mismo asistiré al funeral de tu memoria. ¡Yahuarcocha for ever! No te olvido. Te amo, Pa. ¡A mil por hora!




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