Huecas Centro Histórico de Quito

Experiencias gastronómicas en el Centro Histórico de Quito, recorre las líneas imaginarias de un patrimonio cultural de la humanidad.

Ecuador a la carta

Para conocer el Centro Histórico de Quito lo puedes hacer mirando sus balcones llenos de geranios, sus altares dorados, sus geometrías en piedra volcánica o sus monasterios plagados de fe. Esos baluartes arquitectónicos de dimensiones perfectas te abren los sentidos como hace 40 años cuando la Unesco la declaró Patrimonio de la Humanidad, el 8 de septiembre de 1978.

Resulta fácil descubrir el casco colonial de la capital de los ecuatorianos. Me atrevo a decir que bastaría algunos días. Sin proponérselo, uno podría crear caminos, trazar rutas, recrear circuitos turísticos, que junto a los bienes culturales inmuebles de arquitectura popular o vernácula, te dejarán anonadado con ganas de explorar su historia: esa que teje su gente, aquellos relatos que traspasan las imponentes fachadas, las construcciones pulcras y que animan a releer tantas ficciones sobre las revueltas y revoluciones concebidas en plazas o esquinas, a menudo cargadas de emociones y sal quiteña.

Centro Histórico de Quito Patrimonio Cultural de la Humanidad

Ahora reconocido como: Quito Patrimonio Mundial de la Humanidad

Y esa sal con mucho sabor, me permitió construir líneas imaginarias en este patrimonio, más allá del iluminado Jaguar sobre el Hanan Kitu o la cruz católica que forman las cuatro órdenes religiosas más importantes de la urbe: mercedarios, dominicos, franciscanos y jesuitas; que dividen a Quito entre actos de clemencias y certidumbre. Mis líneas recaen en el universo del sabor, la tradición oral y la inventiva culinaria de su gente; en el aroma que persiste en sitios referenciales de saberes y leyendas, de celebraciones religiosas y comidas rituales, compuestas por cientos de narraciones finas y ricas en tradición.

Centro Histórico de Quito actividades

¡Quién diría que una golosina como el helado de paila tendría su espacio y desarrollo en Quito durante un siglo! La “Heladería San Agustín”, ubicada frente a la iglesia del mismo nombre, lleva 10 décadas deleitando los paladares de citadinos y turistas. José Andrés Chaguaro, la sexta generación nos cuenta que las pulperías donde hacían chicha atraparon el secreto de los monasterios quiteños para elaborar dulces. Sin embrago, con la revolución Alfarista y un Estado laico, los “curitas y monjitas” dejaron de lado esta producción gracias a la moda francesa de montar cafeterías, se abrió paso a estos locales donde se elaboraban helados. Vale enfatizar que esta heladería venció al monstruo del tiempo.

Desde ese punto dibujo tres líneas más para dirigirme hasta la “Heladería Caribe” cuyos inicios fuera en el patio de una casa colonial, situada en las calles Venezuela y Bolívar. Hace más de 60 años una rutina inicio con una paila de bronce, juguito espeso de mora, bastante hielo. A batir sin miedo, ni cansancio fue la consigna. Francisco Espinosa nos cuenta que al día producen 14 litros de helados con los secretos que empleaba su progenitor.

Sin calmar la sed, ni la gana de seguir sumergido en el sabor adictivo del helado, me dirijo a la calle larga y vieja de La Ronda, donde la heladería “Dulce Placer”, ubicada en el segundo piso de una casa patrimonial, espera con sabores impensables que resalta la gastronomía tradicional ecuatoriana. Desde un licor popular como la “caña manabita” hasta una bebida ancestral como la “colada morada”, llena de aroma y textura en una sola bola de helado.

Centro histórico de Quito recorrido

Caminar no es complicado en la ciudad “Luz de América”. Las cuestas pueden convertirse en un ejercicio con ciertos beneficios para la salud y los sentidos. Una resbaladera gigante, donde se sube y se baja admirando formas, detalles y pinceladas artísticas en cada construcción, y si te detienes conoces a su gente amable que siempre explicará algo o dirá “venga en que le puedo servir“.

Debemos recorrer varias cuadras para llegar a la Plaza del Teatro, un ex camal donde a finales del siglo XIX se levantó el imponente Teatro Sucre, epicentro del arte y la cultura de la capital. Muy cerca, a escasos pasos esta “Heladería Colonial”, no deja de sorprender por su parte, que tenga 70 años de existencia. Hernán Chacón, su propietario, esconde bien el secreto de sus padres que nunca revelará; sin embargo el silencio es un ingrediente invisible que le otorga al helado identidad y vistiéndole de colores intensos, se trata de ese toque misterioso que también guarda Quito en cada calle, en cada recoveco.

Un ceviche en 5 sucres

Las líneas pueden ser rectas, perpendiculares, secantes, oblicuas, curvas, mixtas. Tal vez en dirección contraria o paralelas, pero siempre llevarán a conocer el saborcito que guarda la gente del Quito añejo entre fondas, picanterías, salones o huecas que fortalecen paladares e historias.

Atrás del Palacio de Carondelet, el quiteño Humberto Vaca conserva la tradición de su padre al elaborar “guatita” (panza de la vaca con maní y papas). Comenta que nada es igual al Quito de antaño; de cometas y coches de madera, de caminar libre a cualquier hora por la calles principales, de ver una ciudad forrada de arboles, de conocerse entre todos, de serenatas y bohemias. Quizás algunos detalles ya no existan, aunque su local “La Colmena” los recupera con la gente que llega y lanza relatos a sus hijos o nietos mientras parte el pan para sumergir en la guata y cortar un buen pedazo de aguacate. “Eso no puede desaparecer, eso se quedó y juega a prevalecer en la retina, el gusto y la memoria”, menciona un emocionado Humberto.

Al igual, los restaurantes “La Exquisita” y “David”, donde el “seco de chivo” domina el menú y no da tregua al olvido, pues siempre existirá la yapa, el buen trato y la conversación amena “de días idos y no volvidos”, como dicen los quiteños. Son los imborrables recuerdos, cuando el ceviche o el churrasco costaban cinco sucres, dice Doña Blanca María Chaca del restaurante “David”. Al intercambiar palabras con ella, uno entiende el orgullo de hablar con un patrimonio vivo, ese que se quedó en el tiempo para rememorar identidad.

A pocos pasos, por el sector de San Blas, Blanquita me recibe en su local. Ella vino desde lejos a la capital para probar suerte y, sin querer, su fritada creó un grupo de fans que después de las cinco de la tarde hacían cola en su antiguo salón ubicado en la calle Montúfar. Le pregunto ¿Cuánto le debe a Quito? Todo, dice Blanquita, con voz diminuta y una sonrisa amplia.

Y si la sed mata después de algunos banquetes los” Jugos de la Sucre”, ubicado cerquita de la iglesia de La Compañía de Jesús, una de las más fotografías por los turistas extranjeros. El sonido de las licuadoras no resta los aromas, los colores y las formas de infinidad de frutas que adornan el pequeño local, donde Nancy Herrera con sapiencia crea deliciosa bebidas refrescantes que ya son parte del patrimonio.

El oficio de elaborar golosinas

Una paila con un siglo de existencia, sujetada por dos sogas que deben poseer la misma edad, juegan en un vaivén coqueto con el azúcar y el maní, debajo un carbón enardecido forja unas bolitas blancas de dulce supremo. Luis Banda abandonó la economía para seguir con la tradición de su abuelita, esa alquímica sagrada que resulta “las colaciones de la Cruz Verde”, preferidas por los infantes del ayer. Don Luis menciona que lleva en la sangre ese oficio inclasificable, “soy un artesano que elabora colaciones”. Se siente entonces, el patrimonio intangible de la ciudad, que ha quedado en decena de recortes de prensa donde él es protagonista.

“Quito es su gente”, dice entre sonrisas y discursos sensibles que resaltan las casas de amplios y múltiples patios. Recuerda jugar a la pelota en la calle y las leyendas del duende que ponían a temblar a los guambras. Con sus palabras rememora una ciudad antigua que sigue latiendo.

Cada barrio guarda una golosina como estandarte. Las “Quesadillas de San Juan”, nacidas en La Ronda, se han constituido en una empresa que abandonó las mesas de madera y remodeló su cocina para dar paso al turismo vivencial. El lugar incorporó una cafetería y los turistas pueden mezclarse entre harina, mantequilla y almidón de achira y así crear ese manjar. Manuela Cobo, propietaria, retrocede 83 años en el tiempo para contar cómo inició su negocio, que ahora prospera en San Juan, un barrio que fecunda esa remembranza del Quito Colonial.

Y para seguir imaginando rutas del sabor donde también puedo conocer relatos de la ciudad, reviso esos lugares, no tan antiguos, pero que muestran elaboraciones caseras y tradicionales; que, sin duda, cualquier ciudadano de Quito invitará a degustar o al menos comentará su existencia. Antes de llegar al Museo de la Ciudad, en la esquina de las calles Rocafuerte y García Moreno, se ubica “Confitería El Gato” poblado de paquetes pequeños de colores y aromas extra dulces que afloran las ganas de consumir varias golosinas, como la más preciada “la garapiñada” (maní dulce). También se puede acceder al tostado con cuero reventando, la “caca de perro” o las habas de sal.

Camino por la calle Venezuela encuentro las espumillas del “El Tambo”, donde nadie quiere que mueran los secretos de las abuelas al incluir fruta fresca y una refrescante gelatina, complemento perfecto para el comensal exigente. Y antes de quebrantar cualquier dieta, trazo una paralela en la calle Guayaquil para conducirme a los suculentos pristiños con miel, un dulce tradicional que los quiteños consumían en Navidad, pero que ahora gracias a Irene Tirado propietaria de “Tradiciones Quiteñas” se puede disfrutar todo el año.

De aquí me sacan muerta

Bertha y Olga López tienen muchas cosas en común. Para iniciar son hermanas, preparan los mejores desayunos del Centro Histórico y sus cafeterías están vivas desde hace 60 años. No les gustan las fotografías, pero si les encanta hablar del Quito añejo, ese paraíso de arte y cultura, de teatros y artistas que emocionaban con sus voces. Para Olga, dueña del “Café Alhambra”, ubicado atrás de la parada del Trole San-Blas, le llena de emoción evocar a los artistas que ingresaban a su local para devorar una humita o deleitarse con un ponche. Para Bertha, propietaria de “Café Niza”, en cambio es seguir siendo testigo de las nuevas generaciones que ingresan a desayunar y de cómo el tiempo va cambiando la calle Venezuela, contigua a la Casa Museo del Mariscal Antonio José de Sucre. Las hermanas coinciden que su negocio es la vida y que solo muertas les sacaran de ahí. “Tanto respiro para seguir latiendo junto a este Patrimonio”, menciona Olga.

Y si existe cafeterías con trayectoria se encuentra “Los Chapineros”, una de las más antiguas del centro, donde los hermanos Checa fortalecen el legado de sus padres elaborando uno de los mejores sanduches de pernil y una esencia de café muy penetrante y olorosa que atrae a los transeúntes de la calle Chile. Y hablando de aromas profundos, “Madrilón” guarda todo los componentes de una cafetería que congeló al tiempo. Su gloria; la máquina italiana “Carimali emme” (1964), una reliquia que elabora los mejores “pintados” para los adictos al café, sin descartar el sanduche de pollo que empujará a volver. La cafetería se ubica en el Pasaje Tobar, un túnel del tiempo entre las calles Sucre y Guayaquil, una línea que devuelve al Quito viejo.

Bajando una cuadra están “Los Chocolates de la Sucre”, nacida en un pasillo y actualmente ocupa toda una casa colonial. Ahí los quiteños solicitan la dosis perfecta: chocolate, pan de Ambato y una rodaja de queso. Con el transcurso del tiempo, este lugar se convierte en un punto de encuentro familiar en las tardes quiteñas.

Así las líneas imaginarias permiten conocer sabores e historias que se cocinan en un pasaje, un zaguán, un pasillo o en una casa colonial, sus secretos jamás conoceremos, solo sabores que preferimos y aromas que reconocemos, porque el Patrimonio de Quito también vive en su gente y en su extraordinario sabor.

15 Agosto , 2018 / Por: Miranda




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